Cuento de Invierno


Arkal el cazador

Como muchas veces había hecho en compañía, el joven Arkal rastreaba los pasos del venado que le daría de comer aquellos fríos días, pero hoy era distinto. Su padre había bajado al pueblo con leña cortada en el cercano bosque y, con el dinero obtenido, compraría los víveres suficientes para aguantar una larga temporada en su perdida cabaña. Allí vivían Arkal, sus padres y una pequeña hermana cultivando trigo, cuidando cerdos y alguna cabra atrapada en la montaña.
Nunca había cazado solo, de hecho había aprovechado que su madre y hermana dormían plácidamente al calor del hogar pues nunca le dejaron partir en solitario y menos con aquel invernal tiempo. Él se había despertado antes, cuando escuchó el crujir de las ruedas del carro de su padre y, mientras comía un poco, advirtió como  tras la valla que rodeaba su pequeña granja rondaba ensimismado un ciervo. Así que envalentonado y con las tripas pensantes en la  sabrosa carne del animal, agarró cuchillo, arco y un nutrido carcaj a la vez que se echaba por encima su grueso abrigo de piel de oveja y una capa. Antes de salir, mientras mantenía entreabierta la puerta, miró a sus durmientes madre y hermana dudando de sus intenciones, pero pensó:
-El ciervo está aquí cerca, tan sólo será un momento.
Así decidido empezó su acecho
Las huellas eran  muy claras pues el animal caminaba a paso lento apenas delante suya y, tras sobrepasar los límites de la colina que todas las mañanas veía desde su ventana sirviendo de cuna para el renacer del sol, se alzó ante el pequeño valle que las arboladas y nevadas colinas dibujaban a sus pies. Un montón de ocasiones lo había visto así, pero en esa ocasión estaba sin compañía lo que hizo percibirlo como infinito. Lejos de sentir temor, se notó atravesar por el frio aire que le impregnó de aliento, entusiasmo y admiración al contemplar aquella bella escena para él pintada.
Feliz, prosiguió la persecución hacia unos abetos entre los que las huellas se adentraban. Su imaginación volaba y todo a su alrededor se le antojaba a dulces colinas de nata de las que brotaban arbolitos espolvoreados de azúcar. La nieve crujía bajo sus pies y el fresco aire del bosque le cosquilleaba en la cara.
Ensimismado en tan ricos pensamientos (gracias en parte por su ansioso estómago) atravesó la arboleda con premura y, al levantar la vista del rastro, despertó repentinamente de pie tras unos bajos y espeluznados matorrales ante un enorme ciervo que a escasa distancia lo miraba impasible.
Paralizado, el corazón le botaba en el cuello y apenas podía pensar en alguna reacción.
El animal se le acercó bajando y subiendo la cabeza paseando airosamente su imponente cornamenta en la cual faltaba parte de un asta.
Arkal hizo un mínimo gesto de prender el arco, mas el animal sin apenas mirarle, resopló algo que le pareció una más que velada amenaza y permaneció cual estatua.
Con paso seguro, el ciervo avanzó hacia él clavando sus patas en la nieve y, cuando estaba a pocos pasos de su nerviosa respiración, acercó el hocico frente a su rostro cerrando los ojos.
Inundado por un desafiante miedo, Arkal alargó una mano hacia el ciervo y tocó su cabeza.
Entonces entre nubes se vio en una hermosa primavera, con verdes pastos y un feliz arroyo por donde correteaban dos cervatillos bajo la mirada de sus padres, distinguiendo perfectamente entre ellos al animal con la cornamenta rota. De repente, el sonido de perros lo inundó todo y un mar de flechas atravesó el cielo acabando con la vida de la madre y uno de sus cervatillos. Todo a su alrededor fundió a negro y un enorme pesar le invadió proveniente del alma del ciervo.
Como un fogonazo, volvió a la realidad y una imagen brilló fuerte en su cabeza.
Sin más, corrió decidido hacia su hogar cayéndosele entre zancadas los arreos de caza y casi sin aliento llegó a casa.
Aliviada, su madre lo vio bajar por la colina con rápido y trabado trote. Estaba horrorizada al no haberlo encontrado al despertar y ahora, horca en mano, corrió hacia él pensando que algún lobo querría desayunar a tan imprudente jovenzuelo.
Sobrepasándola, Arkal se dirigió al establo y allí, entre sus sobresaltados animales, abrazó a una joven cierva que con ellos vivía desde que no hacía mucho su padre y él cazaron a su madre y hermana.
Le ató una guita al cuello y se dirigió hacia la cercana colina desde donde el gran ciervo de maltrecha cornamenta observaba impasible.
A pocos pasos, soltó al joven animal que sin pensarlo corrió hacia su padre y, sin mirar atrás, se alejaron perdiéndose entre los árboles, la nieve y una sobrecogedora sensación de paz.